1. El privilegio de los judíos y la fidelidad de Dios
Romanos 3:1-2 comienza con la pregunta: “¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? ¿O de qué aprovecha la circuncisión?”. Inmediatamente, Pablo responde: “Mucho, en toda manera. Primero, ciertamente, que les ha sido confiada la palabra de Dios”. Es decir, los judíos contaban con la providencia y el llamado especial de Dios, cuyo núcleo consistía en que “se les encomendó la Palabra de Dios”. Esta verdad puede aplicarse, de manera similar, a la enseñanza espiritual de los cristianos de hoy. Si en la época del Antiguo Testamento Israel preservó esa Palabra, nosotros también, al heredar esa tradición, estimamos las Escrituras con sumo valor.
Al respecto, el pastor David Jang enfatiza:
“Dios, en el proceso de realizar Su gran plan de salvación para la humanidad, escogió a un pueblo específico y les confió Su Palabra. Ese fue el privilegio y la misión de los judíos. De modo similar, hoy la Iglesia tiene el deber de atesorar la Biblia, de descubrir en ella el plan de salvación y el amor de Dios, y de proclamarlo al mundo”.
En Romanos 9, Pablo enumera varios privilegios de los judíos, afirmando que a los israelitas les pertenecen la adopción, la gloria, los pactos, el establecimiento de la Ley, el culto, las promesas y, sobre todo, la gloria de que el mismo Cristo haya nacido según la carne de entre ellos (Ro 9:4-5). Por lo tanto, Pablo deja ver que “los judíos no son desechados incondicionalmente”. El problema radica en que no vivieron a la altura de sus obligaciones y, al final, decidieron no recibir al Mesías. Esta perspectiva, por un lado, no se aparta demasiado del trasfondo judío tradicional de Pablo; pero, al mismo tiempo, es revolucionaria, pues abre la puerta del evangelio a todos los pueblos.
Entonces surge la pregunta: “¿La desobediencia de los judíos acaso significa el fracaso del plan de Dios?”. Pablo, en Romanos 3:3-4, responde con firmeza: “¡De ninguna manera! Aunque todo hombre sea mentiroso, Dios es veraz”. El hecho de que los judíos hayan fracasado en la fe y desobedecido no anula la fidelidad de Dios. Por ejemplo, el pastor David Jang, al predicar sobre este texto, recalca:
“El ser humano siempre es susceptible de tambalear, pero Dios jamás se estremece ni obra con falsedad. Su fidelidad no se cancela ni queda sin efecto a causa de ningún fracaso humano”.
Así, Pablo confirma, por medio de pasajes como el Salmo 51:4 y el Salmo 100:5, que Dios es bueno e inmensamente misericordioso, y que Su fidelidad se extiende de generación en generación. La frase “para que seas justificado en tus palabras y venzas cuando fueres juzgado” (Ro 3:4, cf. Sal 51:4) sugiere que, aunque el hombre intente ocultar su pecado o argumentar contra Dios, al final prevalecerá la justicia divina. Es decir, sin importar cuán ferozmente la humanidad se queje o cuestione a Dios—“¿Por qué Dios actúa así? ¿Por qué nos crea y luego nos deja?”—, la perfección y la rectitud de Dios no cambian, y Él saldrá victorioso finalmente.
En Romanos 3:5-8, Pablo amplía más esta reflexión. Algunos podrían argumentar: “Si nuestra injusticia resalta la justicia de Dios, ¿no sería mejor pecar más?”. O incluso llevarlo al extremo de “hagamos el mal para que resulte el bien”. Pablo responde de modo tajante que eso es imposible y traza un límite claro, diciendo que quienes tergiversan el evangelio de esa forma son dignos de condenación.
El pastor David Jang también afirma:
“Interpretaciones como ‘Dios planeó el mal’, o ‘Dios permitió deliberadamente el mal para producir el bien’, llevan a la gente a malentender a Dios. Él no desea el mal, sino que valora la libertad humana y la relación de amor. Cierto que, cuando se produce el mal, Él tiene el poder absoluto de transformarlo en bien; pero eso no significa que ‘el mal mismo sea parte del plan de Dios’. Por tanto, no podemos entregar un ‘salvoconducto’ a quienes pecan, justificándose con ‘al fin y al cabo, Dios lo arreglará para bien’”.
En resumen, la esencia de Romanos 3:1-8 es la siguiente: “Los judíos efectivamente recibieron un privilegio, representado por el hecho de que se les encomendó la palabra de Dios. Sin embargo, su incredulidad no menoscaba la fidelidad de Dios. Además, argumentar que, mediante la maldad humana, se realza la bondad de Dios, y por tanto ‘podemos pecar libremente’, es un completo error. Dios es el juez supremo, y Él es justo”. Esta declaración de Pablo es igualmente aplicable a la iglesia hoy, enseña el pastor David Jang. Aunque la iglesia fracase en su misión de ser sal y luz para el mundo, con ello no se ve afectada la autoridad ni la fidelidad de Dios. Pero hemos de arrepentirnos de ese fracaso y volver a aferrarnos a la Palabra de Dios. Así como Israel, a pesar de ser el pueblo escogido, se acercó a la ruina por no conservar su misión sagrada, del mismo modo la iglesia no tiene garantizado escapar del juicio si persiste en la desobediencia sin reconocer sus errores. Este es el “privilegio y responsabilidad” que Pablo recalca al comienzo de Romanos 3, y sobre esa tensión coloca la justicia absoluta y la fidelidad de Dios.
Por lo tanto, el primer subtema se resume de la siguiente manera: los judíos (Israel) recibieron un privilegio real. No obstante, a pesar de no usar correctamente ese privilegio, la fidelidad de Dios no se quebranta. La incredulidad y la desobediencia humanas no pueden anular a Dios, pero pretender justificar ese pecado como “una etapa necesaria en el proceso de salvación” o decir “podemos pecar a nuestro antojo porque, al fin y al cabo, Dios utilizará incluso el mal para Su plan” es un grave error. Este mensaje también se aplica a la fe de la iglesia y los creyentes de hoy.
2. Malentendidos acerca del pecado y la injusticia humana
En Romanos 3:9-18, Pablo da un paso más y proclama la verdad de que “todos los seres humanos están bajo pecado”. Previamente, en los capítulos 1 y 2, había señalado el pecado de los gentiles y, luego, el de los judíos que tanto se jactaban. Concluye así: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos? ¡De ninguna manera!” (Ro 3:9). Es decir, no solo los judíos, sino también Pablo mismo y toda la humanidad, estamos sujetos igualmente bajo el poder del pecado.
El pastor David Jang recalca a menudo este punto en sus sermones:
“Nosotros juzgamos con facilidad los pecados ajenos, pero evitamos enfrentar la raíz del pecado que se oculta en lo más profundo de nuestro ser. Pablo enseña que el pecado no es exclusivo de los gentiles o de los judíos, sino que es una realidad común a toda la humanidad. Nadie escapa a esta condena”.
En los versículos 10-18 aparece la famosa técnica de ‘charaz’ (ensartar perlas), en la que Pablo encadena diversos pasajes de los Salmos y de los Profetas para revelar la magnitud del pecado humano. “No hay justo, ni aun uno” (v. 10) alude a Eclesiastés 7:20, así como a los Salmos 14 y 53. En síntesis, no existe base alguna para que el hombre se considere justo a sí mismo. Para sustentar esta afirmación, Pablo une (charaz) distintas citas del Antiguo Testamento.
El pecado humano se manifiesta principalmente en tres áreas. Primero, en los ‘pensamientos y el corazón’ apartados de Dios. Pablo dice: “No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios” (Ro 3:11). Esto significa que el hombre, creyéndose sabio, desdeña a Dios con arrogancia. Cuando vivimos según nuestra naturaleza pecaminosa, el corazón y la mente se corrompen al punto de aborrecer o ignorar a Dios.
Segundo, el pecado se ve en las ‘palabras’. Pablo señala: “Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de víboras hay debajo de sus labios; su boca está llena de maldición y de amargura” (Ro 3:13-14). Estas expresiones, frecuentes en los Salmos, ponen de relieve cuán fácilmente el lenguaje humano se llena de engaño, maldad y maldiciones. Santiago 3 relaciona la lengua con el “fuego del infierno” para destacar la gravedad de este problema. El pastor David Jang, al comentar este pasaje, dice:
“Si con la misma boca que alabamos a Dios pronunciamos maldiciones o mentiras contra los demás, nuestra lengua hiede como un sepulcro abierto. Tal es la consecuencia del pecado arraigado en el corazón, que se desborda en palabras que hieren, matan, envenenan o engañan”.
Tercero, está el ‘pecado en nuestras acciones’. Pablo continúa: “Sus pies se apresuran para derramar sangre; destrucción y miseria hay en sus caminos, y no conocieron camino de paz” (Ro 3:15-17). Cuando el corazón se corrompe y la lengua destila veneno, los actos terminan confirmando el mal. El asesinato, la violencia, los conflictos, las guerras y multitud de corrupciones personales y sociales nacen de ese origen. Aun si no todos cometen homicidio, la raíz del egoísmo, el odio y la codicia en el corazón humano puede llevar a acciones malas.
Finalmente, Pablo declara: “No hay temor de Dios delante de sus ojos” (Ro 3:18), mostrando así que todo este pecado proviene de la impiedad, es decir, de una soberbia que desprecia el señorío de Dios. El hombre se erige como su propio dueño y niega la autoridad de Dios, y de ahí surge el estado actual de pecado. Ante esta realidad, Pablo concluye que el ser humano, por sí solo, no puede alcanzar la salvación. En este punto, el pastor David Jang comenta:
“Incluso dentro de la iglesia, saber algo de la Palabra o participar en actividades religiosas puede hacernos creer, erróneamente, que somos justos. Sin embargo, Pablo declara que no hay justo, ni aun uno. Reconocer que somos pecadores es el primer paso para experimentar la gracia de Dios”.
Pero, en este terreno, surge otro malentendido. Algunos razonan: “Si todos somos pecadores y la salvación depende solo de la gracia de Dios, entonces ¿para qué esforzarnos en vivir correctamente?”. O extreman la idea diciendo: “Cuanto más pecamos, más grande se hace la gracia”. Sin embargo, Pablo rechaza claramente esa conclusión en Romanos 3:8, cuando cita a quienes tergiversan el evangelio con: “¿Por qué no decir… hagamos males para que vengan bienes?”. El pastor David Jang también insiste:
“Aunque a veces, por la soberanía absoluta de Dios, un acto maligno pueda revertirse en algo bueno, jamás se justifica ni se engrandece el mal. Un claro ejemplo es el caso de José: sus hermanos obraron con maldad, mas Dios lo usó para salvar a muchos. Pero de ningún modo se deduce que ‘el acto malvado de los hermanos fue planeado por Dios con una intención recta desde el principio’”.
En definitiva, en Romanos 3:9-18, Pablo enfatiza que “todos estamos bajo pecado y nadie puede considerarse justo por sí mismo”. Esta convicción es la base primordial de la doctrina de la salvación. Reconocer al pecador como tal es la primera función del evangelio, pues así comprendemos que, sin la gracia, no hay salvación. El pastor David Jang señala:
“Lo que la iglesia debe enseñar antes que nada no es cuán grande sea el pecado humano per se, sino cuán esencial es la salvación para nosotros. Y para quienes ni siquiera se dan cuenta de que viven en pecado, la Palabra sirve para despertarlos a esa realidad. Solo entonces puede surgir el verdadero arrepentimiento y se abre la puerta de la salvación”.
Asimismo, debemos evitar la distorsión de pensar: “Si el pecado hace abundar la gracia, ¡pecuemos más para recibir más gracia!”, o “El mal es un elemento indispensable en el plan divino de salvación”. Es un engaño. Ante la santidad absoluta de Dios, toda persona debe rendirse y postrarse. Este mensaje constituye la piedra angular de la doctrina del pecado en Romanos, y el pastor David Jang, igual que muchos otros predicadores a lo largo de la historia, lo reitera vez tras vez en sus enseñanzas y exposiciones.
3. La Ley, el reconocimiento del pecado y el camino de la salvación
En Romanos 3:19-20, Pablo concluye su exposición sobre el pecado (3:1-18) revisando el rol y los límites de la Ley. Declara:
“Pero sabemos que todo lo que la Ley dice, lo dice a los que están bajo la Ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la Ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la Ley es el conocimiento del pecado”.
La Ley, que los judíos tanto se enorgullecían de poseer, no constituía en realidad un canal perfecto para alcanzar la justicia. Cierto es que la Ley es santa y fue dada por Dios, y contiene el camino de rectitud que debe seguir la humanidad. Pero, al estar el hombre caído bajo el poder del pecado, le resulta imposible cumplirla a cabalidad. Por ende, la Ley acaba revelando y denunciando el pecado. Dicho de otro modo, mediante la Ley, el hombre descubre cuán pecador e insuficiente es. Y ese descubrimiento, a su vez, despierta la necesidad de un rescate más profundo: “¿Cómo podemos salvarnos de este estado de pecado?”.
Pablo ve la Ley como un “espejo” para la santificación. Sin la Ley, el hombre ni siquiera se daría cuenta de su condición pecaminosa. Los judíos, orgullosos de tener la Ley, decían: “Somos mejores que los gentiles”; sin embargo, la conclusión de Pablo es: “Aunque se les dio la Ley, al no poder cumplirla, también están bajo pecado y juicio”. Este principio—que nadie es justificado por las obras de la Ley—es un pilar fundamental de la teología del evangelio.
El pastor David Jang, en varias de sus predicaciones y escritos, recalca este mensaje de Romanos:
“No se trata de que la Ley sea mala. La Ley refleja la justicia y la voluntad de Dios, pero no provee la capacidad de lavar nuestro pecado y darnos nueva vida. Solo la sangre de Cristo en la cruz puede hacer eso. La Ley expone el pecado y actúa como ‘ayo’ que nos conduce a Cristo. Esa es su función”.
Los versículos 19-20 de Romanos 3 forman la conclusión inmediata antes de que Pablo presente la doctrina de la justificación por fe (desde el versículo 21). Es decir, tras tratar el tema del pecado y la Ley, Pablo anuncia que “la única solución es ser justificado mediante la fe”. El apóstol muestra que, después de exponer la cruda realidad del pecado humano, enseguida señalará el único camino de salvación: la justicia de Dios, que se obtiene por la fe en Jesucristo.
Cierto que, leyendo solo Romanos 3:19-20, uno podría pensar que la humanidad está sumida en un callejón sin salida: la Ley cierra toda boca y sume al mundo en el temor al juicio. Pero el propósito de Pablo no es sembrar desesperanza, sino guiar hacia “una nueva esperanza”. Cuando el hombre no reconoce cuán profundamente está en pecado, no puede entender por qué la cruz de Cristo es imprescindible. Si la iglesia anuncia a Cristo sin plantear la cuestión del pecado y del juicio, el evangelio pierde fuerza persuasiva. Es al caer en la cuenta de que somos pecadores sin salida—que ni siquiera la Ley nos puede rescatar—cuando el evangelio resplandece en toda su magnitud.
En sus sermones, el pastor David Jang ha dicho:
“Hoy en día, existe una tendencia general a pasar por alto el sentimiento de culpa o el temor al juicio, creyendo que se puede ‘vivir la fe’ sin un arrepentimiento y una transformación reales. Pero Pablo enfatiza que el corazón necesita un despertar doloroso. La Ley ayuda a causar ese despertar. Nadie puede alcanzar la justicia a través de la Ley, pero sí podemos reconocer nuestro pecado y acudir a Cristo. Esa es la función benéfica de la Ley”.
¿Significa esto que la Ley carece de valor? De ninguna manera. En Romanos 7, Pablo deja claro que “la Ley, a la verdad, es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (Ro 7:12). El problema es que nuestra naturaleza pecaminosa no puede cumplirla. La Ley juzga al hombre y éste exclama: “¿Quién me librará?”. Finalmente, se ve obligado a negarse a sí mismo y a acudir a la gracia de Cristo. Este es, precisamente, el orden que Romanos expone para llegar al evangelio.
En la lógica paulina, el hombre no puede presentar ninguna obra justa ante Dios y se haya corrompido en todos los aspectos, ya sea por su naturaleza o por su propia conducta. No obstante, cuando el hombre descubre esa realidad, se abre un camino. En la cruz de Cristo está consumado el perdón de los pecados, y mediante Su muerte y resurrección, Dios ha proclamado un plan de salvación que nos hace nuevas criaturas. Aquellos que, al verse descubiertos como pecadores por la Ley, se rinden ante Cristo, son revestidos de la justicia de Dios y nacen de nuevo.
El pastor David Jang recalca este punto:
“El evangelio parte de la desesperación, pero esa desesperación no es más que el preludio de la esperanza verdadera. Cuando la Ley saca a la luz nuestro pecado y nos hace sentirnos desesperados, nos vemos abocados a rendirnos ante Jesús. Ese momento marca el umbral de la salvación. Por eso esta enseñanza debe resonar con fuerza en la iglesia, y todo creyente, arrepintiéndose cada día y volviendo al evangelio, puede convertirse en verdadera luz para el mundo”.
¿Entonces es inútil la Ley? Pablo no sostiene eso. Al contrario, Romanos 7 afirma que la Ley es una revelación de la justicia y el carácter de Dios. Sin embargo, exhibe nuestro pecado y, sin la sangre de Jesús, nadie puede cumplir plenamente esa norma. Así, la Ley demuestra que necesitamos desesperadamente a Cristo.
En definitiva, según la argumentación de Pablo, la humanidad está condenada bajo el pecado y no tiene nada que presentar para justificarse. Pero, al reconocer esa condición, se abre la puerta de la salvación. Dios ya ha dado Su respuesta en la cruz de Su Hijo, donde se completó el perdón de pecados, y mediante la resurrección, Él ofrece una vida nueva. Quien, a través de la Ley, descubre que es un pecador, se abraza a la justicia que proviene de Cristo y renace.
El pastor David Jang lo expresa así:
“El evangelio comienza con la desesperanza, pero solo porque esa desesperanza nos conduce a una esperanza infinitamente mayor. La Ley destapa nuestro pecado, nos provoca un doloroso reconocimiento de culpa y, por tanto, nos arroja a los pies de Cristo. En ese instante, comienza nuestra salvación. El mensaje esencial de Pablo a la iglesia de Roma es que ese proceso de enfrentar el pecado es indispensable para que el evangelio brille con toda su fuerza, y esa misma verdad es la que debemos proclamar hoy”.
Así, Romanos 3:1-20 integra tres temas interconectados: (1) el privilegio concedido a los judíos (la Ley y el pacto), y que hoy se aplica a la Iglesia (el evangelio y la presencia del Espíritu Santo); (2) el hecho de que todos estamos bajo el pecado, sin excepción, y las confusiones que esto puede suscitar; y (3) la función de la Ley como medio para tomar conciencia del pecado, dejando claro que solo a través de Jesús podemos hallar la salvación. Inmediatamente después, en Romanos 3:21 y siguientes, Pablo se adentra en la maravilla de la “justicia de Dios” que se recibe por la fe en Cristo (la justificación por fe). Pero previamente, considera imprescindible aclarar la realidad del pecado. Hemos de ver que en nuestro interior hay un alejamiento de Dios, una soberbia que no le teme, una lengua cargada de veneno y pies presurosos a la injusticia. Tal corrupción universal exige que primero miremos de frente el pecado antes de abrazar el evangelio.
En conclusión, el tercer subtema resalta que “la Ley nos hace conscientes del pecado, pero no puede salvarnos; únicamente necesitamos a Cristo”. El propósito genuino de la Ley es mostrar la justicia de Dios y suscitar, en nuestro corazón, la convicción de pecado que nos conduzca a Cristo. Sin la cruz de Jesús, nadie puede volverse verdaderamente justo. Para los creyentes, esto implica confesar continuamente: “No es por mis méritos, sino solo por la gracia de Dios”. Éste es el fundamento que Pablo deseaba establecer para la iglesia en Roma y que predicadores de todas las épocas, incluido el pastor David Jang, han repetido hasta hoy.
Podemos resumir todo el mensaje en una sola frase: “No hay justo, ni aun uno; pero, en Jesucristo, por la fe, se nos declara justos”. Romanos 3:1-20 funciona así como un pórtico que, tras mostrarnos minuciosamente el pecado, nos prepara para celebrar la gran alegría de alcanzar la justicia por la fe. Al entender la lógica de Pablo, crece nuestra gratitud y admiración por el evangelio.
(Es importante aclarar que Pablo no busca atacar la Ley ni abolirla, sino que, partiendo de la plenitud de la Ley en Cristo, aboga por una nueva vida en Él. Jesús mismo, en el Sermón del Monte, declaró: “No penséis que he venido para abrogar la Ley o los Profetas” [Mt 5:17], reforzando esta base. La Ley, como espejo del carácter justo de Dios, en última instancia acusa el pecado y prueba que nadie puede cumplirla sin la sangre redentora de Cristo).
De este modo, la premisa central de Pablo es: “Todos están sumidos en el pecado y nadie puede justificarse por las obras de la Ley, pero hay esperanza en Cristo”. El pastor David Jang también insiste en este fundamento del evangelio, invitando a la Iglesia a volver al arrepentimiento y la humildad, y a vivir en la gracia de Cristo. Solo entonces podrá cumplir su llamado de ser luz y sal en el mundo. Al fin y al cabo, Romanos 3:1-20 confronta la aguda realidad del pecado y exalta la grandeza de la gracia, recordándonos que es indispensable encarar nuestro pecado y arrepentirnos para recibir la salvación.
En este comentario sobre Romanos 3:1-20, dividido en subtemas, hemos analizado: en primer lugar, el privilegio de los judíos y la fidelidad de Dios; en segundo lugar, la condición de pecado universal de la humanidad y los malentendidos sobre ella; y, por último, la relación entre la Ley y el reconocimiento del pecado, junto con la necesidad de Cristo como el camino de salvación. La conclusión absoluta es que “no hay justo, ni aun uno, pero Dios es veraz y fiel, y nos concede Su justicia por medio de Cristo”. Ninguna obra del hombre basta para justificarse ante Él; solo al reconocer nuestro pecado y volvernos a Jesús hallamos la respuesta de la salvación que proclama Romanos 3. Este mensaje—del mismo modo que ha sido predicado por diferentes siervos de Dios a lo largo de la historia—es el que también el pastor David Jang ha subrayado en múltiples ocasiones para la iglesia actual.